Pintura: El Romanticismo francés
Es complicado establecer una cronología clara del Romanticismo, si bien comienza a aparecer partir de la segunda mitad del siglo XVIII, como contrapunto del Neoclasicismo o arte de la razón.
El primer romanticismo se vincula a la independencia de americana de 1776, a la revolución francesa de 1789 y a las distintas luchas nacionalistas tanto en Europa como en América del Sur, acontecimientos que manifiestan un nuevo sentir y una nueva concepción ideológica en el mundo.
Los románticos priman su propia individualidad creadora y rechazan el culto al pasado y el seguimiento escrupuloso de las normas clásicas greco-romanas. Es el triunfo de lo espontáneo y de la naturaleza como nuevos ideales frente a la convención y la historia. También supone la recuperación de la tradición del mundo medieval y su arte, despreciados hasta entonces.
El protagonismo de las obras artísticas ya no se limita solo al varón pensante y la historia, ahora se extiende a los niños, las mujeres o la voz del pueblo, tres sujetos que escapan a la disciplina intelectual del momento. Al mismo tiempo la identidad masculina sufre una gran transformación: el hombre romántico ya no es un ser estoico, sino que llora, se estremece y es sensible al presente, como el protagonista de “Los sufrimientos del joven Werther” escrito por Goethe en 1774, un ser con sentimientos puros que fracasa en el amor y piensa en el suicidio.
El Romanticismo valora la sensibilidad, ligada a la vivencia personal y a lo subjetivo, por encima de la razón, algo que se supone común y es necesaria para construir una sociedad mejor.
Esta importancia de los sentidos y la sensibilidad entraña un factor de temporalidad. La sensibilidad exige una atención continua del aquí y el ahora y dirige su mirada al pasado solo de forma nostálgica y no imitativa. El Romanticismo sería el primer movimiento centrado en lo contemporáneo y lo moderno.
En cuanto a la estética romántica, el concepto de belleza, consensuado desde el Renacimiento, debe competir con otros valores como la expresividad, la verdad, lo infinito, que darán lugar a lo pintoresco, al realismo y a lo sublime y también a su opuesto: la fealdad, a la que se considera más dinámica y variada que a la belleza. Por otro lado aparecen nuevos tipo de belleza cercanos a lo terrible y lo sobrecogedor.
Una de las principales aportaciones del Romanticismo es el desprecio por las categorías que servían para regular el arte. Se lucha por borrar las fronteras entre los géneros, muy propias del Neoclasicismo y las Academias. Los románticos no diferencian entre géneros mayores (historia y alegorías) y géneros menores (costumbres, paisajes y retratos) y aspiran a ser comprendidos por todo el mundo, sin necesidad de tener un gran nivel cultural. Ellos van a recurrir más frecuentemente a la literatura, más extendida que la historia y la mitología y también más ligada a los sentimientos y al comportamiento de las personas.
Otra aportación importante del movimiento es el culto a la naturaleza, entendida como un lugar idílico anterior a las corrupciones de la civilización y del hombre histórico, desacreditado por las guerras y el derramamiento de sangre. Un lugar sin tiempo, sin historia, donde no existen la culpabilidad ni las reglas, el reino de la libertad y lo ilimitado, es decir, de lo sublime.
En Francia el paso del Neoclasicismo al Romanticismo se puede explicar en clave histórica: La época neoclásica con la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico, que usaron la retórica del patriotismo y la glorificación del pasado y, seguidamente, la época romántica con la derrota napoleónica y la inestabilidad política y social provocada por las restauraciones monárquicas y las revoluciones provocadas por el rechazo popular a las mismas.
La pintura romántica surge de los discípulos de Jacques-Louis David, pintores que trabajaron con él y que con la caída de Napoleón y el exilio de su maestro a Bruselas, pusieron en práctica las ideas románticas: Todos escapan de las líneas severas, la claridad compositiva y la moralidad didáctica de David y trabajan dentro de una estética nueva basada en composiciones más dinámicas, e incluso abigarradas, con mucha importancia del color y una impresión general de sensualidad y con temáticas innovadoras (obras basadas en la literatura, influjo de lo medieval, representación de la naturaleza).
PINTORES ROMÁNTICOS MÁS REPRESENTATIVOS:
FRANCOIS GERARD (1770-1837)
Fue un retratista muy prolífico y conocido en su época. Toda su obra es neoclásica, pero en 1801 pintó el cuadro “Los cantos de Ossian”, basado en un poema épico publicado en 1760, considerado en su momento el equivalente medieval de Homero. La obra es típicamente romántica y transcurre en una noche con luna donde se han reunido los fantasmas del pasado, criaturas de cristal y bruma, convocados por el sonido de una lira.
A pesar de calificar esta obra como romántica, Gerard nunca aceptó los gustos románticos ni tampoco la destitución del Rey Carlos X en la Revolución de 1830, apagándose su figura por ambas causas.
ANTOINE-JEAN GROS (1771-1835)
Inicialmente su pintura era neoclásica, pero se acercó al romanticismo, atraído por su fuerza y dramatismo. Su padre, pintor de miniaturas, le enseñó a dibujar y siendo muy joven entró a pintar en el estudio de David, pero rápidamente, su carácter apasionado le hizo crear un estilo propio, arrebatado y colorista, más cercano a Rubens y a la Pintura Veneciana que a la equilibrada obra de David.
Hizo una brillante carrera militar con Napoleón, acompañando a su ejército en sus campañas y tomando apuntes y bocetos de escenas de batallas de las que fue testigo personalmente, plasmados posteriormente en cuadros de gran formato de un intenso cromatismo, con composiciones muy complejas y llenas de detalles, tremendamente dinámicas, expresivas y enérgicas, que admiraron e inspiraron, entre otros, al mismo Delacroix. Todas estas características hacen que se le considere uno de los precursores del movimiento romántico.
Gros pinta un Napoleón romántico en su obra “Napoleón en el Pont d’Arcole” (1796), muy diferente del hierático emperador representado por David. Nos lo muestra sosteniendo el asta de la bandera en una mano y una espada en la otra en una postura muy dinámica que genera una gran sensación de movimiento y de fuerza.
El cuadro “Napoleón y los apestados de Jaffa” (1807) podría calificarse de prerromanticismo y nos muestra al Emperador rodeado de enfermos demacrados y casi desnudos en un escenario arquitectónico medieval de estilo musulmán, muy del gusto Romántico. Pinta a Napoleón tocando valientemente a un apestado mientras el militar que está a su lado se tapa la boca en actitud de asco y miedo. Es una escena que nunca ocurrió, ideada para mayor gloria y propaganda del dirigente, al igual que el cuadro “Napoleón en la batalla de Eylau” (1808)
En su excelente retrato “El Teniente Charles Legrand” (1810) pinta al joven militar francés muerto en el Dos de Mayo en un paisaje claramente romántico, con un castillo medieval, una cascada y unas lejanas cumbres nevadas.
Con la caída de Napoleón, Gros fue relegado de los ambientes oficiales y se encargó del taller de David, que se había exiliado a Bélgica. Sus últimas obras fueron despreciadas por la crítica, lo que, sumado a sus problemas matrimoniales, lo abocó al suicidio.
PAUL DELAROCHE (1798-1856)
Fue alumno de Gros, que opinó de él: “Es la gloria de mi escuela” y un pintor famoso por sus cuadros de temas y personajes históricos. Delaroche pintó escenas con una gran teatralidad y realismo. Su obra está más orientada a la dramaturgia del momento representado que a un intento de verosimilitud del hecho histórico.
Uno de sus cuadros más conocidos es “Napoleón en la víspera de su primera abdicación” (1814) donde retrata a un emperador abatido, frustrado y sin el mínimo rasgo de idealización.
THÉODORE GÉRICAULT (1791-1824)
Nació en una familia acomodada y fue el pintor más extremo del romanticismo francés. Fue el prototipo de artista romántico, con una vida corta, llena de altibajos, sufrimientos y aventuras, como si hubiera sido escrita por un novelista. Tenía un carácter muy impulsivo, impaciente y desordenado, por lo que estudió pintura muy poco tiempo, así que se formó de manera prácticamente autodidacta, lejos del academicismo y con un estilo muy personal, en el que parece que, al igual que los expresionistas, busca captar la sensación más que una realidad mimética.
Desde joven demostró cualidades que lo diferenciaban claramente de los pintores de la escuela de David. En un viaje a Italia conoce la obra de Miguel Ángel que se convierte en su principal inspiración, presente en muchos de sus cuadros. Toma de sus obras la fuerza contenida de los gestos en sus personajes y la tensión y dinamismo de sus anatomías. Sus cuadros no fueron muy apreciados en su momento por su falta de academicismo y sus polémicos temas. Murió muy joven por una dolorosa enfermedad que le impidió pintar en la última etapa de su vida.
Sus primeros cuadros, “La carga del húsar” (1812) y “El coracero herido” (1814) son representaciones de soldados en el fragor de la batalla, obras de gran dinamismo y audaces escorzos, pincel brioso y colores cálidos. “La carga del húsar” se presentó al principio como un retrato de alguien en concreto, pero Géricault comprendió que si lo convertía en un retrato anónimo, su valor simbólico aumentaba, pasando a representar el combate de todos los franceses que luchaban en aquella época tan belicosa.
En 1819 expone en el Salón “La Balsa de la Medusa”, cuadro basado en un suceso contemporáneo y político: el escandaloso naufragio de la fragata francesa “La Méduse” provocado por un capitán incompetente que había conseguido su cargo por el solo hecho de apoyar a los Borbones. 146 supervivientes se apiñaron en una balsa construida apresuradamente y cuando fueron rescatados, al cabo de trece días, solo quedaban cinco vivos. Según el crítico Jonathan Miles, la balsa arrastró a los supervivientes “hacia las fronteras de la experiencia humana. Desquiciados, sedientos y hambrientos, asesinaron a los amotinados, comieron de sus compañeros muertos y mataron a los más débiles.”. No es un suceso ni histórico ni alegórico pero está tratado con los elementos tradicionales del género histórico: gran formato, lección de anatomía y dramatismo. El tratamiento de los desnudos es clásico y la composición es perfectamente piramidal. La paleta de colores es muy limitada, toda con tonos pardos claros y oscuros, dando una sensación de angustia y desamparo. La pincelada es muy suelta y los contornos son imprecisos. El cuadro es una mezcla de belleza y horror con los cuerpos atléticos pero mutilados de los náufragos y sus expresiones desesperadas, ese contraste será una constante en la obra de Géricault, como en los retratos que hizo de los enfermos mentales del sanatorio del doctor Étienne-Jean Georget (pintados del natural) y sobre todo de los estudios al óleo que realizó de miembros amputados, unos macabros bodegones muy apreciados por Delacroix.
Sus últimas obras reflejaban el mundo que la gente no quería ver, son pinturas oscuras y turbias. Los cuadros de dementes causaron un gran impacto ya que en esa época se consideraba a los enfermos mentales como no humanos y eran una realidad escondida. Son retratos descarnadamente reales, sin rastro de idealismo, en los que se muestra de manera crítica la vida cotidiana del siglo XIX.
EUGÈNE DELACROIX (1798-1863)
Se le considera el pintor romántico francés por excelencia. Provenía de una familia rica, bien relacionada y cultivada. Poseía un sinfín de talentos y estaba admirablemente formado en las artes y las letras. Delacroix era muy apreciado por la sociedad francesa y se relacionaba con escritores como Victor Hugo, Alexandre Dumas, Stendhal, Baudelaire o Lord Byron, por el que sentía una predilección especial, y con músicos como Frédéric Chopin, Franz Liszt o Franz Schubert. Por el contrario, no se relacionaba mucho con los pintores de la época.
Delacroix revolucionó la pintura histórica introduciendo temas literarios y alejándose del frio y severo estilo institucionalizado por David, que imitaba los frisos clásicos, y representando figuras que expresan sentimientos como el odio, la piedad o el temor, en definitiva, humanizando a sus personajes.
En 1822, a los veinticuatro años, presenta en el Salón su obra “La barca de Dante”, una especie de versión literaria de “La balsa de la Medusa” de Géricault en la que pinta a Dante y Virgilio atravesando la laguna Estigia y rodeados de condenados que quieren desesperadamente subir a la barca para escapar del infierno. El barquero Caronte está representado de espaldas, con una gran tensión muscular que refleja el esfuerzo que está haciendo para que la barca no vuelque por la acción de los condenados. Al fondo se ve una ciudad en llamas sobre un cielo oscuro y tormentoso. Las figuras desnudas de los condenados están iluminadas por una luz potente que contrasta con la penumbra de las figuras de la barca, pesadamente vestidas y dan una gran sensación de angustia, sus anatomías robustas y musculadas están muy influenciadas por Rubens y Miguel Ángel y sus rostros son tremendamente expresivos y dramáticos. La obra fue muy alabada y obtuvo un éxito inmediato que encumbró a Delacroix como uno de los mejores artistas del momento.
Por el contrario, “La muerte de Sardanápalo” (1827) fue rechazada y provocó un gran escándalo por “su falta de perspectiva, su pincelada demasiado libre y sus deficiencias en el dibujo”. Narra la historia del rey de Nínive que, amenazado de muerte, decide suicidarse con todas sus mujeres y caballos e incendiar el palacio y la ciudad para que el enemigo no se apropiara de ellos. Es un cuadro sensual y terrorífico a la vez, presidido por una inmensa cama roja alrededor de la cual se desarrolla una orgía de sexo y muerte. La iluminación genera una diagonal que va desde el monarca, arriba en lo alto, hasta el soldado que está matando a una mujer abajo a la derecha. Es una composición muy abigarrada donde las figuras parecen moverse a un ritmo endiablado y que, a pesar de las críticas, supuso el triunfo definitivo de la estética romántica.
Delacroix participó en las revueltas que acabaron con la destitución del Rey Carlos X, y en 1830 las pintó en “La libertad guiando al pueblo”, un cuadro donde enlazaba perfectamente la realidad con la alegoría, los héroes del pueblo junto a la Libertad encarnada en una mujer. La composición es un triángulo equilátero cuya base son los cuerpos de los muertos caídos en la defensa de sus ideas y una barricada sobre la se alzan tres figuras: en el centro una mujer con los pechos al descubierto y la bandera de Francia, la libertad, escoltada por un niño con pistolas, que representa el futuro de la sociedad, y la figura armada del propio pintor, con sombrero de copa, que representa a la burguesía, al lado del pintor hay un joven vestido con andrajos que simboliza a la clase obrera. En el fondo del cuadro se representa a la muchedumbre y el humo de la ciudad sublevada. Hay un gran equilibrio entre el clasicismo de la composición y la sensación de caos y destrucción que trasmite la escena. Como en otros cuadros de Delacroix todo es muy teatral y dramático, por lo tanto, perfectamente romántico. La paleta de colores es vibrante, sobro todo los tres colores de la bandera francesa portada por la libertad y que destaca en un entorno de tonos ocres, grises y marrones. La luz es muy contrastada dando una sensación de irrealidad. El cuadro fue comprado por el estado francés que lo consideró demasiado agresivo para ser mostrado al pueblo.
En 1832 viajó por el norte de África, tomando apuntes y dibujando bocetos que a su vuelta a Francia usaría para crear obras muy influenciadas por la luz y el exotismo de aquella región.
En la última etapa de su vida recibirá encargos por parte de las autoridades y las clases dirigentes para decoraciones murales de edificios oficiales, iglesias y palacios.
A pesar de su pincelada expresiva y la importancia del color en toda su obra, los óleos de Delacroix tienen las tonalidades oscuras y terrosas características del siglo XIX, por el contrario, sus acuarelas y dibujos son de vivos colores. Poco antes de morir escribió en su diario: “El mérito de una pintura es producir una fiesta para la vista. Lo mismo que se dice tener oído para la música, los ojos han de tener capacidad para gozar la belleza de una pintura. Muchos tienen el mirar falso o inerte; ven los objetos, pero no su excelencia”.
JEAN-AUGUSTE-DOMINIQUE INGRES (1780-1867)
Procedía de una familia de artesanos de Montauban y pasó gran parte de su vida en Roma, donde descubrió a Rafael Sanzio y la pintura del Quattrocento italiano, de gran influencia en toda su obra. Ingres, en contra de la corriente romántica imperante, da protagonismo a la línea sobre el color. Su estilo es muy personal, a veces recupera las tonalidades claras del Rococó francés, tratando el color local como una serie de esmaltes sobre los que añadirá las sombras. En sus cuadros no existe el “marrón” que marcó la pintura de la época. Ha sido un artista de difícil clasificación por los especialistas, de hecho, sus cuadros no fueron muy apreciados en Francia hasta que en 1824 presentara la obra “El voto de Luis XIII”, aclamada unánimemente.
El estilo de Ingres está directamente enfrentado con el de Delacroix, por lo que en su momento fue considerado un artista académico, retrógrado y enemigo de la vanguardias, una leyenda totalmente absurda. En lo que todo el mundo está de acuerdo es en reconocer la maestría y exactitud de su dibujo, la pureza de sus formas y su originalidad creativa.
A lo largo de su vida ostento varios cargos oficiales, tanto artísticos como políticos y también fue un gran violinista, formando parte de la orquesta de Toulouse.
Su obra puede dividirse básicamente en tres géneros: La pintura histórica y mitológica, los retratos y los desnudos femeninos.
Respecto al primero, Ingres fue un continuador de la obra de David, prácticamente todas sus obras son neoclásicas con algunas excepciones como “La muerte de Leonardo da Vinci” (1818), que se podría enmarcar en el llamado “Estilo Trovador”, una corriente menor dentro del Romanticismo que retrataba escenas del pasado no clásico con un estilo muy similar a la pintura holandesa del siglo XVII, muy plana, detallista e intimista.
Entre las obras mitológicas destaca “Júpiter y Tetis” (1811), “La apoteosis de Homero” (1827) o “Edipo y la Esfinge” (1808) una obra de la que el crítico Théodore Silvestre opinó que Ingres era “un chino extraviado en las ruinas de Atenas”, por su manera excéntrica y exótica de interpretar el clasicismo antiguo.
Los retratos eran considerados por Ingres como un género menor. En su estancia en Italia le sirvieron para sobrevivir en momentos de penurias económicas, después de la caída de Napoleón. Cuando volvió a Francia se convirtió en el retratista de moda de la nobleza y la alta burguesía, pintando obras tan elegantes como Mme. de Sennones (1814), la Comtesse d’Haussonville (1845) o la Princesse de Broglie (1853).
Los desnudos femeninos ocuparon toda la vida de ingres, la primera que pintó fue “La gran bañista” (1808), de estilo neoclásico. Son famosas sus odaliscas, entre ellas “La gran odalisca” (1814), una obra de estilo orientalista mezclado con influencias de Rafael y también del Manierismo o “El baño turco” (1862), que representaban a mujeres que Ingres nunca vio personalmente, son cuerpos soñados excelentemente representados.
Ingres padeció graves problemas visuales al final de su vida, por lo que tuvo que valerse de colaboradores para poder ultimar sus obras. Murió a los ochenta y siete años de edad.